sábado, 13 de noviembre de 2010

Sólo el amor nos hará libres: sobre la obra Erich Fromm


Javier Baldeón Osorio

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Erich Fromm tenía doce años cuando se enamoró perdidamente de una mujer, pintora ella, y mucho mayor. Poco tiempo después, el padre de ésta, viudo y con quién vivía, murió repentinamente, y ella, al poco tiempo, no pudiendo soportar el dolor, se suicidó. Cuenta Fromm en su autobiografía, Las cadenas de la ilusión (Beyond the Chains of Illusion), que a razón de este hecho, un continuo cuestionamiento en forma de “porqué”  lo perseguiría por algún tiempo. Sólo encontraría respuestas mientras estudiaba en la Universidad de Heidelberg, años más tarde, al descubrir la obra de Freud. Así se formó el psicoanalista. También por esos años de su adolescencia, estalló la Primera Guerra mundial, sumergiendo a toda Europa, y en especial a la generación de jóvenes de la que formaba parte él mismo, en un genocidio masivo inexplicable. De esa otra interrogante, cuya inquietud lo llevaría al estudió exhaustivo de la obra de Marx, nacería el teórico social.
Ambas preocupaciones marcaron su vida. Le importó siempre la sociedad, el compromiso político que debía asumir él como intelectual en medio de esa conflagración constante de ideologías y países que recorrió la historia del siglo XX. Pero no por ello perdió de vista al individuo. A diferencia de otros grandes teóricos sociales de su época o predentes, como Lois Althuserr o Georg Luckács, Fromm nunca cayó en el análisis social que explicara el actuar de la gente en función a grandes abstracciones teóricas o variables deterministas. Hablaba de estructuras y objetividad, sí, como buen marxista, pero ese lado cientifista, que en tantos otros desembocó en un positivismo mecanicista u obtuso, Fromm supo muy bien equilibrarlo con una vocación humanista, esperanzada en el hombre, en su singularidad y sus potencialidades, y que varías veces lo haría deslindar con los círculos académicos de la época – con la escuela de Frankfurt de Horkheimer y Marcuse, con los Neofreudianos de Karen Horney y William Reich- al punto de encontrarse, en determinado momento de su vida,  defendiendo una posición intelectual solitaria.
De ese retraimiento hacia la especulación puramente científica quizás lo inmunizó, por un lado, su labor de terapeuta, que nunca abandonó, y por otro, su curiosa religiosidad que lo hacía calificarse a sí mismo de un “místico ateo”. De ascendencia judía, Fromm puso en un fructífero diálogo esa vertiente de la tradición occidental con la sabiduría y actitud contemplativa de las religiones de oriente, en especial con el budismo zen, del que fue gran admirador. Su intención era clara: encontrar una forma de ritualidad social que llenara al hombre de ese componente unificador fundamental para forjar cualquier compromiso con el mundo, pero que éste no fuera en detreimiento del individuo mismo, que no lo limitara ni reprimiera su vitalidad.
De hecho, a ese peligro, decía Fromm en El miedo a la libertad, está predispuesta cada persona desde que, al llegar a cierta etapa de su crecimiento, se percata de su  existencia particular, de ser una entidad separada del resto de las cosas, de su madre, del mundo mismo. La súbita superación  de ese estado, aún embrionario en un nivel psicológico, deja al individuo de pronto a merced de sí mismo, sin ninguna garantía de protección más las que le ofrecen sus propias fuerzas. El reto de la existencia, así, en adelante, será librarse de ese  profundo sentimiento de desarraigo que supone el estar a expensas de un mundo contingente, impredecible, que aún desconoce. Este proceso, el de advertir su congénita soledad, según Fromm, es vivido por igual por todos los hombres, de todas las épocas, en todas las culturas. Lo que varía, sin embargo, es la manera de afrontarlo. Cada sociedad, en sus limitaciones, brinda paliativos, formas de escape para esa angustia primaria. Desde las más tribales, donde mediante ritos, que implican el embriagamiento con alucinógenos y el sexo, se experimenta un extásico estado de comunión social, hasta otras más actuales, como las dictaduras fascistas –y de cuyo acoso, el propio Fromm fue víctima mientras vivía en Alemania- donde los individuos, estimulados por alguna ideología fanatizante, se diluyen en un absoluto omnipotente, encarnado en la figura de un dictador, se evidencia siempre ese afán de los hombres por huir de su separación del resto, por sumergirse en una supra-entidad social en la que se hallen más seguros. Pero así como el trance orgiástico es efímero  y el ideal fascista, al estar sustentado en el odio, siempre será –como de hecho, lo fue- autodestructivo, la gran mayoría de estas “formas de evasión” no logran plenamente su objetivo o lo hacen de manera muy contraproducente. Para Fromm, empero, sí habrían soluciones positivas para ese dilema. Maneras, por así decirlo, de lograr una existencia individual saludable, afrontando maduramente el reto de vivir de acuerdo a la inherente individualidad que cada sujeto contiene, sin llegar a sentir, por otro lado, el insufrible miedo de la soledad. De ser libres, en una palabra, en el más pleno significado que puede adquirir ese término.
Habrían dos por excelencia: En primer lugar, el trabajo productivo. Aquel que se hace siendo totalmente activo durante el proceso de creación, poniendo en éste todo el conocimiento disponible, fruto de la práctica y la pasión sentida por la labor realizada. Contrasta esta formar de quehacer, como ya lo advirtiera Marx, con el trabajo mecanizado y enajenante que se hace en las grandes sociedades industriales, donde el individuo es sólo una pieza intercambiable más, impersonal, dependiente absoluto del Estado benefactor o de la gran corporación. El individuo aquí, a diferencia de lo que pasa con el artesano en su taller, o el artista, no se siente en control de lo que produce, ni mucho  menos, en comunión con la realidad que ha modificado a partir de la hechura de un objeto propio, salido, por así decirlo, de su mismo ser. En suma, la libertad en ese aspecto, por la misma naturaleza de este sistema productivo, habría quedado restringida sólo a un pequeño grupo de beneficiados. Y lo mismo estaría pasando con un segundo aspecto, igualmente afectado por este esquema social, aunque de manera menos directa. Este otro ámbito, donde el hombre también sería capaz de realizarse plenamente en libertad es, según Fromm, el del amor.

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Después de la Segunda Guerra Mundial, y más aún durante los años 50, la sociedad norteamericana y gran parte de Europa vivió el auge del llamado “estado de bienestar”. Más conscientes de los efectos de las desigualdades económicas, y además enfrascados con la U.R.S.S. y el resto de países comunistas, en una confrontación de modelos alternativos de régimen de gobierno, los países occidentales buscaron minimizar lo más posible cualquier tipo de contradicción social dentro de sus territorios. La conformidad de los ciudadanos se convirtió así en la clave, el objetivo máximo que debían implantar las democracias capitalistas para asegurar su estabilidad.  Los dos pilarles principales con que se logró esto fueron, por un lado, la constitución de un Estado sumamente preocupado por brindar las necesidades básicas de la población: leyes a favor de los sindicatos –que se volvieron tan grandes y burocráticos como las instituciones a las que supuestamente se oponían-, bonos por desempleo, entre otras medidas, por ejemplo. Y por el otro, un poderoso mercado que, en función al otorgamiento de grandes créditos y la consecuente ampliación del poder adquisitivo de los ciudadanos, fomentó a su vez, mediante la publicidad, el  consumo a gran escala.  Se introducía así la población a un nuevo patrón de vida, más homogéneo, donde  podían incluirse aun a sectores tradicionalmente menos favorecidos, como los obreros, con la misma anuencia que al funcionario mesocrático.  Es el tipo de sociedad a que pensadores de la propia época llamaron “sociedad de masas”.
Fromm vivía en ese Estados Unidos cuando publica en 1956, The art of love (El arte de amar). El pequeño texto busca ser, desde sus primeras páginas, una crítica aguda a la  manera superficial en la que se concibe el amor (en realidad, la vida en su totalidad) en una sociedad como la antes descrita. Hay una premisa básica de la que parte el asunto, dice Fromm: “Para la mayoría de la gente, el problema del amor consiste fundamentalmente en ser amado y no en amar, en la propia capacidad de amar”. De ahí que todas las personas se empeñen en buscar un “objeto” amoroso adecuado, alguien que pueda despertar en ellos, en forma de un hechizamiento avasallador, el repentino trance del enamoramiento. A cada individuo, así, no le quedaría más que buscar a la “persona adecuada”, aquella ideal con la que se haga más fácil realizar el ideal de amor romántico. Esto, sin embargo, estaría más condicionado por la lógica social existente de lo que la mayoría de la gente cree: “Una mujer o un hombre atractivos son los premios que se quiere conseguir. “Atractivo” significa habitualmente un buen conjunto de cualidades que son populares y por la cuales hay demanda en el mercado de la personalidad. (…) Quiero hacer un buen negocio: el objeto debe ser deseable desde el punto de vista de su valor social y, al mismo tiempo, debo resultarle deseable, teniendo en cuenta mis valores y potencialidades manifiestas y ocultas. De este modo, dos personas se enamoran cuando sienten que han encontrado el mejor objeto disponible en el mercado, dentro de los límites impuestos por sus propios valores de intercambio. (…) En una cultura en la que prevalece la orientación mercantil y en la que el éxito material constituye el valor predominante, no hay en realidad motivos para sorprenderse de que las relaciones amorosas humanas sigan el mismo esquema de intercambio que gobierna el mercado de bienes y trabajo”  
Es de esperarse, continúa Fromm, que los distintos tipos de amor- hacia la pareja, a la familia, hacia uno mismo- en una sociedad así se encuentren degradados. Las relaciones que se forman bajo este esquema, aun cuando inconscientemente se abriguen muchas expectativas, serán motivadas siempre por el deseo de satisfacer algún deseo superficial, ya sea material o erótico. De ahí que la mayoría esté condenada al fracaso desde el principio. El vínculo, en principio experimentado de manera intensa, termina abruptamente con la consumación del deseo físico o se extiende por motivos diferentes de la real atracción amorosa, como la mantención de un cierto decoro social o del bienestar económico. El resultado de esto es que el hombre moderno se halle generalmente confundido: a la vez que pretende tener todo para cubrir los aspectos básicos de su existencia, siente una apremiante desazón con respecto a su vida. Es incapaz de ser él mismo, pues, de serlo, teme el rechazo de una sociedad que más bien entrona como ideal de vida una serie de valores mercantiles. Y la solución, paradójicamente, que encuentra la mayoría de las personas a esta encrucijada, es precisamente alienarse a esa forma de vida. Seguir las modas, el estándar de normalidad, la opinión pública; cualquier cosa con tal de no diferir excesivamente de la masa, de sentirse más aislado y, por tanto, desprotegido. “Si me convierto en lo que todos quieren, entonces yo también seré querido”, podría ser la consigna pueril que resume la mentalidad del sujeto concebido en la sociedad de consumo. El individuo libre, proclamado por esa forma de vida, está, por tanto, lejos de ser real. Las identidades, al igual que los deseos amorosos, se crean –se publicitan-,  para ser ofrecidos como mercancía.
Pero aun en este contexto, afirma el autor, el amor sigue teniendo un potencial liberador impresionante. No obstante, lograr su constancia, que ese repentino milagro de fusión con otra persona no se extinga tan pronto, supone empezar a verlo de manera distinta: el amor no visto ya como un “objeto”, que se busca, sino como una “facultad”, que se aprende. “El primer paso a dar es tomar conciencia de que el amor es un arte, tal y como es un arte el vivir. Si deseamos aprender a amar debemos proceder de la misma forma en que lo haríamos si quisiéramos aprender cualquier otro arte, música, pintura, carpintería, o el arte de la medicina o la ingeniería.” Y si así son las cosas, todo proceso de aprendizaje supone dividir la tarea en dos partes: una teórica y otra práctica. Esta última, la más difícil e importante, sólo puede ser afrontada directamente por el aprendiz de manera realmente comprometida, voluntaria, asumiendo el reto hasta las últimas consecuencias, con suma constancia, y siempre ejerciendo tres virtudes que le servirán para el aprendizaje, no sólo de éste, sino de cualquier otro arte: la concentración, la disciplina y sobre todo, muchísima paciencia.
Y para la otra parte, la teórica, Fromm elaborará un lúcido discurso preguntándose acerca de la naturaleza del amor. Parte de una diferenciación clave, procedente del filosofo Spinoza: hay actividades que se ejecutan, valga la redundancia, activamente, donde el individuo es amo de lo que hace y ejercita su voluntad en la labor. Y actividades pasivas, donde más bien es arrastrado por la acción y su voluntad se encuentra adormecida. En el primer grupo se encuentran las virtudes, en el segundo, las pasiones. Y el amor es un ejemplo típico de virtud: “El amor no es un afecto pasivo; es un “estar continuado”, no un “súbito arranque”. En el sentido más general,  puede describirse el carácter activo del amor, afirmando que amar es fundamentalmente dar, no recibir.”
 “Dar”, sin embargo, es una de las cosas a las que menos predispuesto está el hombre contemporáneo; nadie da sin recibir algo a cambio, sin experimentar al tiempo un sentido de renuncia. Por ello, vencer ese “narcisismo receptivo”, es uno de los más grandes retos para quien quiera aprender a experimentar el amor maduro, tal y como lo describe Fromm. Para ello, hay que orientar nuestro carácter en un sentido productivo. En uno de los más hermosos pasajes del libro, Fromm explica: “Para el carácter productivo, dar (…) constituye la más alta expresión de potencia. En el acto mismo de dar, experimento mi fuerza, mi riqueza, mi poder. Tal experiencia de vitalidad y potencia exaltadas me llenan de dicha. Me experimento a mí mismo como desbordante, pródigo y, por tanto, dichoso. Dar produce más felicidad que recibir, no porque sea una privación, sino porque en el acto de dar está la expresión de mi vitalidad.” Y este principio se vuelve reciproco cuando se trata de dos amantes. En el amor, la acción de dar cobra un sentido aún más entrañable: “¿Qué le da una persona a otra? De sí misma, de lo más precioso que tiene, de su propia vida. Ello no significa necesariamente que sacrifica su vida por la otra, sino que da lo que está vivo en él –da de su alegría, de su interés, de su compresión, de su conocimiento, de su humor, de su tristeza- (…) Al dar su vida, enriquece a la otra persona, realza el sentimiento de vida de la otra al exaltar el suyo propio. (…) Dar implica hacer de la otra persona un dador, y ambas comparten la alegría de lo que han creado.”
De esta manera, el individuo tendría una manera de afrontar la encrucijada existencial aprendiendo de manera activa el arte de amar. Nisiquiera en una sociedad tan mecanizada, como la antes descrita, estaría pérdida del todo esa alternativa. Mediante su práctica, se podría resolver ese doble afán perseguido por todo sujeto: el de experimentar la fusión con otro ser,  el dejar atrás la sensación de soledad y desarraigo primarias, al tiempo que se conservaría la propia individualidad, que se mantendrían integras todas las cualidades y potencialidades que posee el sujeto, ejercitándolas en esa misma acción emancipadora que implica conocer al otro y realizarse en su afecto. “En el amor se da la paradoja de dos seres que se convierten en uno y, no obstante, siguen siendo dos”, sentencia Fromm.

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Algo sucedería en las décadas siguientes, sin embargo. La permanente amenaza nuclear, el asiduo cuestionamiento al imperialismo desde los círculos académicos y  la absurda guerra de Vietnam, sobre todo, inculcarían en las nuevas generaciones norteamericanas una actitud más crítica con respecto a su sistema de vida. En 1969, miles de jóvenes hippies, al son del rock and roll y las drogas psicodélicas, se concentrarían en una granja newyorkina, consumando en Wood stock su rebeldía contracultural. Un año antes, en Europa, enarbolando consignas que “prohibían prohibir”, los estudiantes parisinos habían tomado las calles en la ya célebre revuelta de Mayo del 68. El feminismo reivindicaba formas más libres de sentirse mujer. La libertad sexual comenzó a practicarse sin excesivo aspaviento. Mini revoluciones llegaban así al primer mundo, por vías muy diferentes a las que se habían previsto.
Y en los ámbitos intelectuales también se vivieron estos procesos de cambio de manera muy particular. Los estudios hechos por Claude Levi Strauss en las estructuras de parentesco de los indígenas amazónicos, así como la lingüística de Ferdinand de Saussure, influenciarían de manera determinante la producción académica en adelante, propiciando eso que se ha dado a llamar el “giro cultural o lingüístico”. Nuevas formas de afrontar el análisis del mundo social se inaugurarían. La atención a las estructuras de producción, a los grandes ciclos económicos, tan importantes para el marxismo, decaería para concentrar la mirada ahora en la  cultura. Esta dejaría de ser percibida sólo como una “superestructura ideológica”, consecuencia falaz de las condiciones materiales, supuestamente determinantes. El desentrañamiento del mundo simbólico, de los significantes por los que se rige cada colectivo humano, serían ahora los intereses preponderantes, fines de estudio en sí mismos. En su máxima expresión, esta perspectiva llevaría a ver a los individuos cada vez más dependientes de su historicidad, existentes sólo en la medida que se desplazan en un tejido social determinado. El sujeto se diluye así en la red de sus relaciones con otros sujetos. El pos estructuralismo de Michael Foucault es un claro ejemplo de esta mirada.
Quizás por esta óptica, que finalmente se impuso, muchas de las ideas de Fromm parezcan hoy anticuadas, demasiado esquemáticas para entender una argamasa social descrita cada vez de forma más compleja. Y aunque de hecho, muchos de los dilemas señalados por él con especial perspicacia se han intensificado –aun hay por ahí autómatas conducidos por el consumismo, las relaciones entre las personas cada vez son más endebles, el criterio individual sigue siendo un valor excepcional, etc-, algo en sus propuestas, adquieren ahora una sensación poco realista, casi quijotesca. Su misma aspiración de un individuo totalmente emancipado de la influencias negativas de su entorno, capaz de regirse únicamente por coerciones autoimpuestas, basadas en su reflexión y sus valores libremente elegidos, nos parecen ahora una entelequia de sujeto, un ideal demasiado feliz para ser real. El mismo psicoanálisis, en el que Fromm tanto apoyara sus tesis, sufrió grandes transformaciones. Este encontraría su confluencia con las corrientes intelectuales antes expuestas, en la influyente obra de Jacques Lacan. “El inconsciente está estructurado como un lenguaje”, decía el psicoanalista francés. Y este inconsciente, tal y cómo creía Freud, es el que finalmente determina el actuar de los sujetos. De hecho el “yo”, la conciencia, según Lacan, está formado en función a una confrontación con un otro. La identidad se desliga de una “otredad conformativa”, que, además, siempre es socialmente configurada. Insistir, por tanto, en el fortalecimiento del “yo” como cura milagrosa, como una forma de liberar al hombre de sus ataduras irracionales, cosa que hacían los psicoanalistas de las generaciones anteriores, el mismo Fromm, entre ellos, sería equivocado. La terapia psicoanalítica deberá entonces orientarse solamente a fomentar en el paciente una relación menos tensa con sus deseos, a ejercitar su capacidad de goce, pero nunca a intentar eliminar, tarea de por sí imposible, la influencia definitiva del inconsciente en su conducta.

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Algo hay de irónico en encontrar, hoy en día, en un país que Fromm quizás no conoció, El arte de amar, en cualquier quiosco de libros callejero. El texto de aquel que se codeara, influyera y polemizara con las mentes más brillantes de mediados del siglo pasado, ahora se vende en módicas ediciones populares, junto a la última novela de Jaime Bayly o algún best seller de cómo volverse millonario en poco tiempo. Es difícil no pensar que esa rara demanda por el librito no se deba una predecible confusión que hace confundir el nombre del texto con algún recetario psicologesco de autoayuda. Pero tal vez Fromm no esté ahora revolviéndose en su tumba por ello. El sabía muy bien que la ambigüedad de su título conduciría fácilmente  a ese equivoco. Por eso lo escribió en una prosa fluida, jamás peleada con el entendimiento simple, y siempre buscando hacer comprensibles hasta las ideas más complejas, pero sin descuidar en ello la sesudez de su discurso.
Es mejor pensar que el sabio Fromm, después de todo, se salió con la suya. Porque aun cuando ahora para las mentes instruidas y academizadas sus tesis sean poco influyentes, de seguro seguirá siéndolo para aquellos que sólo buscan en éstas el provecho de una estimulante lectura. Y es que el optimismo de Fromm, tan ingenuo desde cierto ángulo, sigue siendo igual de contagioso cuando se lee sin exigencias científicas, con el mismo encantamiento de quien disfruta una buena novela o una ficción lograda. Aquella inquietud por la libertad, por el amor y otros grandes valores humanos, que logra inyectar el texto a punta de palabras, incluso a lectores tan escépticos como los que proliferan hoy en día, sigue siendo invaluable. La obra de Fromm, y en particular El arte de amar, merece estar por ello, junto a las películas de Chaplin y las novelas de Herman Hesse, entre lo más bellamente inspirador que se haya realizado en ese trastornado siglo XX.

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