domingo, 8 de abril de 2012

Lo que las cifras nunca dicen:


Javier Baldeón Osorio

Esta semana, dos hechos sucedieron sobre los que valdría la pena reflexionar más quizás que de la misma Semana Santa. El primero, no es propiamente un hecho, sino el recordatorio de algo acontecido hace ya dos décadas. El 5 de Abril de 1992, el entonces presidente de la republica, José Alberto Fujimori, dio un golpe de Estado a su propio gobierno, con los que disolvía el congreso “hasta la aprobación de una nueva estructura orgánica del poder legislativo”, lo que, en términos prácticos, significaba la captura total del poder en sus manos y las de una élite mafiosa de militares en cuyo centro se erigía la aún soterrada imagen de Vladimiro Montesinos como verdadero conductor del Estado. Más allá de un ápice más en nuestra historia, plagada de dictaduras, es el curioso contexto internacional en el que ocurre (hasta el mismo Washington ve en un principio con oprobio lo sucedido) y la sorprendente displicencia con la que recibieron la noticia aquí, no solo la población mayoritaria, sino todos los partidos de oposición y el resto de agrupaciones, políticas o no, que en una década anterior habían tanto vociferado sobre sus credenciales democráticas, lo que vuelve tan significativo este acontecimiento.

En efecto, una reciente encuesta de Apoyo señala que el 46% de los peruanos ve el autogolpe como una medida desesperada pero necesaria, mientras que solo el  38% la rechaza de plano como ilegitima. Esta información ha encendido la farfulla exagerada de quienes ven en nuestra población una arraigadísima complacencia con los autoritarismos (esos fatalistas que nunca faltan).  Pero, si lo pensamos bien, de hecho, es hasta coherente presumir que la misma generación desconocedora de los crímenes de Sendero Luminoso y orgullosamente idolatra del Ipad, cordera festiva de la mística ppkausa o de toda variable que sitúe el progreso en términos de cuántos celulares tenga la población (Alan García dixit), tenga una opinión tan favorable con lo que precisamente fue el momento de génesis del actual y tan mentado crecimiento económico. Porque, siendo objetivos, fue aquél  5 de Abril lo que posibilitó la consolidación de ese escenario que ya había sido allanado “sin anestesia” dos años antes mediante el llamado “fujishock, el nacimiento de ese gobierno de tecnócratas incuestionables e hijo predilecto del FMI, que pronto haría olvidar a los distinguidos observadores internacionales de sus raíces dictatoriales.  En retrospectiva, fue el origen de nuestra actual y eficiente economía de mercado frente a las cual, con una visión más optimista de nuestra realidad (de esas que, “en contra“ de Vallejo, exigen los columnistas de El Comercio), deberíamos estar agradecidos.

Por supuesto, lo que jamás dice esa flecha de cifras ascendentes, es el enorme “costo social” –así lo llaman- que implicó todo ello para los hombros de la mayoría de ciudadanos. Gran parte de los derechos laborales fueron desaparecidos, las necesidades básicas de la población entregadas a administraciones privadas y la salud o la educación pública abandonas y pauperizadas a tal grado, que ni siquiera hoy en día, con las arcas del fisco bien llenas, se las puede sacar del coma. ¿Y por qué nadie protestó? Porque, mientras la timorata clase media aplaudía la reactivación de la economía y la política antisubversiva de quemarropa indiscriminada, la otra parte de la población, la más necesitada, escéptica ya de entusiasmos políticos, era seducida por el pan del asistencialismo y el circo de los medios, en un envilecimiento moral y colectivo que Julio Cotler resume muy bien en esa fórmula: “siembra pobreza y cosecharás mendigos agradecidos.” Los mendigos crecieron, y probablemente sea esa buena porción de los ahora consultados que todavía conserva alguna simpatía por el chinito ingeniero. No hay que satanizarlos entonces, y menos sorprenderse de su liviandad en valores políticos, si fue en esa atmosfera donde estuvieron (estuvimos) obligados a crecer.

Y el otro hecho, también de esta semana, sucede en Grecia. Salvando oceánicas diferencias, allí también se viven tiempos de reajuste económico. Incapaces de alinearse al crecimiento del resto de la Unión Europea, los gobernantes griegos se han visto en el difícil dilema de elegir entre, de un lado, renunciar a pertenecer esa prestigiosa comunidad o, del otro, dejar las riendas de su política económica en manos de los técnicos, abriéndose así a una serie de reformas liberales que dejan en la completa pobreza a un enorme sector de su habitantes. Han optado por lo segundo, teniendo como resultado un clima de convulsión social muy parecido al del Perú de los 90s. Sólo que los griegos, fieles a su estilo, ha sabido darle  a todo esto una dimensión de tragedia. Enormes y violentas protestas han ocurrido las últimas semanas en su capital. El miércoles último, alguien supo darle un tinte más desesperado a eso que ve tan distinto en el aséptico lenguaje de las economistas: un jubilado de setenta y siete años se dio un tiro en la cabeza frente al parlamento griego. Dejó una nota:  "Y, dado que no puedo hallar justicia, no encuentro otro modo de reaccionar que poner un fin decente, antes de tener que comenzar a rebuscar en la basura para encontrar comida." "Es el costo social”, le respondería un técnico.