domingo, 6 de febrero de 2011

El buitre que no queremos ser



Hasta hace unos años, cuando aún no era el facebook el medio más popular para compartir todo tipo de informaciones, solía circular, entre las diversas cadenas tipo spam que eran comunes por entonces, un mensaje donde aparecían varías imágenes sobre el hambre en África. La serie de fotografías, bastante crudas por lo demás, se cerraba con una especialmente perturbadora, donde aparecía una niña, aparentemente agonizante, y un buitre al acecho no muy lejos, observándola con una atención nada gratuita. Bajo la foto una leyenda, con no poco sensacionalismo, advertía que fue tomada en Sudán en el año 1993 durante una feroz hambruna y que el fotógrafo, Kevin Carter, había logrado capturar la imagen mientras él mismo se hallaba perdido en ese país. La niña, al parecer, se dirigía a gatas hacia un campo de refugiados situado a unos kilómetros y Carter habría tenido que abandonarla para buscar ayuda. La nota cerraba diciendo que esa fotografía le había hecho ganar luego el premio Pulitzer  y que, un año después, no pudiendo tolerar los remordimientos por no haber ayudado a la pequeña, se suicidaría. 

De las decenas de miles de personas que debieron haber leído ese email, quizás aún  una cifra considerable, luego de agradecer el estar sentado frente a su computadora y no en esa África de guerras tribales e inanición, tuvo la curiosidad de averiguar algo más sobre aquella historia.  Al introducir las palabras “Kevin Carter” o “niña y el buitre” aparecen en Google varios enlaces que hablan sobre la fotografía. Si uno lee algunos de los más serios, comprueba fácilmente lo tergiversada que estaba la información antes mencionada. Kevin Carter, reportero gráfico de nacionalidad sudafricana, en efecto, tomó la imagen, ganó un premio importante por ésta y se suicidó en 1994, cuando tenía 33 años. Pero no estaba perdido en Sudán cuando halló a la niña, ni ésta “se arrastraba” hacia un lejano campo de refugiados. De hecho, ese día Carter, junto a una treintena de fotógrafos de todo el mundo, había llegado a uno de esos campos junto a un equipo de la ONU que repartía alimentos, para retratar la terrible situación de los refugiados. Al estar allí, vio a la niña que se alejaba del sitio donde estaban los otros, al parecer hacia campo abierto, y viendo la posibilidad de poder fotografiarla en una sola toma junto al buitre, apretó el disparador de la cámara y capturó la famosa imagen. La leyenda negra, sin embargo, sería originada por boca del mismo Carter un tiempo después cuando tras recibir el premio dijo: “Es la foto más importante de mi carrera pero no estoy orgulloso de ella, no quiero ni verla, la odio. Todavía estoy arrepentido de no haber ayudado a la niña”.  Fueron estas palabras, y no los hechos, las que harían a la  fotografía tan conocida y lo que sobrevivió finalmente del recuerdo de Carter.

Con esta nada insustancial información, la mayoría de esos curiosos internautas debieron darse por satisfechos. Sólo una cantidad aún más ínfima, quizás de los más curiosos, o alguno que otro arrastrado por el azar, debió llegar a dar con alguna de las páginas donde se reproduce el artículo escrito por el periodista José María Arenzana y el fotógrafo Luis Davilla[1], españoles ambos, y que estuvieron presentes en la zona, sin conocer aún las peripecias de Carter, unos meses después de tomada la fotografía. La información que dan al respecto es tan esclarecedora como impactante. El terreno donde la niña se hallaba al ser fotografiada era el sitio al cual los pobladores acudían a defecar. Por eso la pequeña se halla en cuclillas. La cabeza gacha habla de la debilidad de los niños, victimas de continuos mareos a causa de la desnutrición y de las diarreas crónicas.  Los buitres son de lo más abundante allí y llegan en grandes grupos para consumir las eses.  En suma, lejos de ser un caso poco común, aquella imagen era lo más recurrente que se podría encontrar en la zona. Tal es así que el mismo Davilla, sin conocer aún  la foto que se hizo acreedora del Pulitzer, tomó una muy similar, en la que también se observa una niña sentada sobre el suelo y rodeada de esas aves. De hecho, revela el fotógrafo español, en ese lugar éstas nunca están a menos de diez o quince metros de las personas. Es el zoom de la cámara y la pericia de quien la porta los que hacen el resto. Probablemente lo mismo sucedía con el buitre en  la fotografía de Carter. En eso consistió precisamente su talento: en hacer la toma justa, en  convertir ese paisaje, ya hasta banalizado -porque el horror en ese sitio era la regla y no la excepción-, en una síntesis impresionante de la desolación y la fatalidad, de la indiferencia y lo irremediable de sus consecuencias, que es lo que experimenta uno al observar la foto. Carter, según contaría después Joao Silva, otro colega sudafricano que habría estado junto a él ese día, estuvo esperando más de media hora  a que el buitre abriera sus alas para hacer la escena aún más dramática. Desistió al final de ese afán. Pero logró el retrato que todos conocemos.

¿Y la frase dicha al recibir el premio? Como señala Arenzana, quienes lo conocieron mejor hablan del difícil momento que vivía Carter por entonces. Tenía serios problemas familiares, además de una arraigada tendencia a la depresión que le hacía consumir abundantes dosis de marihuana combinadas con varios medicamentos. Y un día, luego de despedirse de ellos para dar una entrevista sobre el premio, unos amigos de Carter fueron muertos a balazos en un tiroteo. Esto, aunado a las imputaciones que se le hicieron “por no haber ayudado a la niña”, terminaron por mermar sus defensas y explican en toda su dimensión el porqué de esas palabras y de su posterior muerte ocurrida en su auto, donde se introdujo con una manguera que él mismo había conectado previamente por su otro extremo al tubo de escape, abandonándose así a un lento desfallecer por asfixia.

Y sin embargo, lo más impresionante en los sitios web donde figura el artículo de Arenzana no es constatar estos develadores datos, ni tampoco las otras fotografías de niños africanos hambrientos que usualmente lo acompañan, como llamando todavía más la atención sobre este flagelo aún irresuelto. Lo realmente sorprendente es encontrar que, aun con toda esta evidencia que explica fácil y humanamente posible el actuar de Carter, en los varios foros que se abren al respecto, sean la mayoría de opiniones no sólo contrarias a él, sino incluso reprensoras, inquisitivas; como buscando concentrar en la imagen del fotógrafo, y de pasada expurgar de ellos mismos, aquella ignominiosa responsabilidad de la que nadie más quiere hacerse cargo, aun cuando a todos nos salpique un poco. El propio Arenzana lo explica así: “Carter se limitó a recortar un trozo de paisaje para servírnoslo a domicilio… sólo nos troceó y nos regaló el significante; el significado lo pusimos nosotros, espectadores occidentales, atormentados por nuestra sucia conciencia y acosados por los problemas de obesidad extensiva desde la tierna infancia. Carter no era otro predador ni el ejecutor de la niña, no, sino su único redentor. La redimió y esparció la culpa al mundo... Carter no logró salvarla, pero es que eso ya (a unos más que a otros, desde luego) nos correspondería a todos.”

Y de todos los que llegaron a ver la foto, ya sean los accidentales lectores de un correo amarillista, o esos acuciosos  buscadores de un artículo bien sustentado, ¿cuántos recordaron al día siguiente esa desagradable, pero también muy concienzuda sensación, de ser un impasible buitre ante el sufrimiento ajeno? ¿Cuántos no dejaron ese horror en un efímero lapso de buena conciencia?  Y, para seguir restando, ¿cuántos tradujeron algo de esa emoción en una acción reparadora? Y no es que nos pongamos exigentes, pero no se necesita viajar hasta África, ni ser un fotógrafo profesional, para ver en las calles gente miserable o niños muriéndose de hambre.

Javier Baldeón Osorio



[1] El citado artículo se puede leer en la siguiente página: http://www.elmundo.es/suplementos/cronica/2007/595/1174777207.html



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